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20 de diciembre de 2017

Sucedió el día de Navidad

 


Sucedió el día de Navidad, tan temprano que aún nos desperezábamos el alba y yo.

Fue el viento lo que me despertó. Nunca antes le oí soplar así, con aquella furia desatada que tanto contrastaba con la paz que pretendemos imponer los hombres en esos días tan celebrados, donde teníamos que mantener la tradición: ser buenos, generosos, solidarios, humanos… aunque el resto del año volviésemos sin conciencia a las andadas.

Trepidaban las vigas del tejado y, en cierto momento, varias tejas se precipitaron al porche. Se sacudía la antena parabólica, vibraban las persianas. De repente, los postigos no soportaron el empuje y de par en par se abrieron. La habitación se inundó de aire helado y el fuego en la chimenea comenzó a humear de forma extraña. Yo temblé de miedo y frío. El gato, que dormía en su hueco, maulló aterrado y, huyendo, se arrebulló bajo el armario. La sala era pura niebla de humo y pavesas. Corrí a cerrar la ventana y con mucho esfuerzo lo conseguí. Entonces le vi. Estaba sentado en el balcón de enfrente, a horcajadas sobre la baranda, desvergonzado y feísimo. Su mirada ojiazul se cruzó con la mía, incrédula, y aquel ser del ultramundo comenzó a reír, a reír, a reír a carcajadas… 
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Quizás diréis que lo que oí no era más que el silbido del viento en su voltear furioso, o que el polvo de nieve, que la ventisca levantaba, atarantó mis ojos cansados, pero, creedme, estoy tan seguro de lo que viví aquella mañana de Navidad del año dos mil trece…

Frente a mí se jactaba aquel diablo de cara triangulada y entre sus manos sostenía la estrella del Belén, que mis sobrinos, entre juegos, habían montado días antes. Sin inmutarse y siempre enfrentando mi cara demudada, la lanzó con propiedad al cielo. La estrella, nunca antes tan brillante, como dotada de vida, tomó rumbo Norte y perdí la luz de su estela cuando coronó el picacho más alto de la sierra blanca. Entonces, el diablo se hizo aire.

Sólo en ese instante la ventolera cesó en las afueras y el silencio cayó como una manta mojada sobre la estancia. Cuando se relajó mi pulso y el corazón se asentó en su caja, cerré la ventana y me volví en busca de consuelo en los ojos del Niño Jesús, en su pesebre. Pero lejos de hallar el sosiego que buscaba, se acrecentó mi desazón al apreciar que aquella figura venerable… ¡había desaparecido!

Y, en la quietud que entonces me ceñía, aún en pleno desconcierto, volví a escuchar aquella risa, la risa del diablo que me hizo temer para siempre la llegada de la Navidad.

©Trini Reina
Diciembre 2012

Obra de Marie Bracquemond