Entré.
Una mano irreductible me atraía
hacia un pórtico de bruma.
Sus muros laterales ardían de hielo
y el cielo que lo cubría crujía
de añiles helechos.
Gotas mortecinas se helaban
en mis entrañas,
mientras una sierpe de nieve,
marcaba el trayecto.
El silencio era una daga de dos aceros.
Aquel frío exquisito,
con su tremolar licencioso,
mordía mi cordura
y el cuerpo vencido
-lentamente-
se aletargaba.
A tiempo
renegué de toda permanencia,
y herida
-como accedí-
de tu casa,
que es invierno,
salí.
©Trini Reina
Septiembre de 2012
Obra de Nicolae Orval Gropeanu