Sucede a diario.
En el mismo kilómetro de la autopista.
Al verlo, ahí plantado,
mi auto pierde velocidad
como si lo frenara un imán maldito.
Ese hombre me provoca.
Ante él, se humilla mi entereza.
La flama de sus ojos semicerrados
abrasa mi negativa.
Yo le desafío
jugando a acelerar.
Pero es inútil abstraerme de su porte,
sus largas piernas, sus labios…,
del veneno prohibido de tan felino mirar.
Y luego, ya a salvo
del humo de su lujuria,
me obsesiono en aseverar,
que es la llama de los ojos,
del vaquero de Malboro,
lo que incitaba a mi fumar.
©Trini Reina
1 de noviembre de 2007
Imagen tomada de la red