4 de agosto de 2016

Las afueras

Un impulso sin cordura lleva mis pasos a la intemperie. La tristeza sigue mis huellas con alevosía – como si alguien pudiese ignorar su frío-. Es de septiembre y luna la noche. Dormitan las palomas de la plaza y los pensamientos –de múltiples colores- ornamentan los arriates. Mis cavilaciones, en cambio, tempestad desatada.

Sobre el brocal de la fuente asiento mi desaliento, sin reparar en la humedad que lo sembró de rocío. Los ojos se acostumbran a las sombras y,  lentamente, se abrevia la altura de mi cansancio. 

Percuten en mis arterias los grillos de la noche y el viento me asombra por su ausencia. La escena es un despoblado, a estas horas sin alas. La soledad se hace gozo.
El ajedrez del suelo, la penumbra de los faroles, el rumor del agua y sus ondas, la geometría de las calles que en la plazuela confluyen, van aposentando en mi espíritu la armonía.

La noche asciende los alcores de la madrugada.  Las estrellas ya son puntos evanescentes. Un latido de claridad barre los tejados y besa las aceras. En el enramado de la buganvilla un mirlo entona su oda a la amanecida, mientras un gato lo observa, se despereza y maúlla. Comienza a incendiarse de sol y sonidos la ciudad. He de regresar irremediablemente…

El cielo, hacia el oeste, adquiere color de vainilla.
©Trini Reina/Julio 2016
Obra de Federico Infante

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