Imagen tomada de la red
El estrecho y largo pasillo estaba salpicado de camas. A esa hora solían bajar a los enfermos desde sus salas a la zona de radiología para realizarles las pruebas requeridas por los distintos especialistas. De ella sólo distinguía su cabeza, despeinada y salpicada de canas, desmayada en la almohada. Él la acompañaba de pie al lado derecho de la camilla. Reparé en ellos precisamente cuando él comenzó a elevar el tono de voz. Decía: El niño anoche reía a carcajadas por algo que veía en la televisión. Le tuve que decir que dejara de hacerlo, que si no le daba vergüenza, que su madre estaba ingresada en el hospital y él allí como si nada, partiéndose de la risa por cuatro pamplinas… Y, claro, se acostó tarde y ahora, que debería estar aquí, no hay quien lo levante. Mira, yo, desde las seis de la mañana en planta. He recogido la casa, me he duchado, vestido, desayunado… y aquí estoy, como debe de ser, y tu hijo allí, dormido tan campante. Y la otra…, ésa dice que no viene hasta que no deje al hijo en el colegio; le he dicho: deja que se vaya él solo, que ya es mayorcito, pero nada, ni caso. Y la mayor, ésa, ésa es la que más obligada está a estar aquí contigo, que para eso es la mayor, y mira, aún no ha aparecido…
Con cada palabra el hombre iba alzando, más si cabe, la voz y, a la vez, se le ensanchaban las venas del cuello, mientras paseaba, irritado, de norte a sur de la cama… La mujer, con una voz que parecía le brotara del rincón más hondo del alma, y es que para una madre no hay nada que la hastíe más que oír despotricar contra los hijos, sean más o menos culpables de todo o de nada, preguntó, como ya digo, más con un balbuceo que con palabras hechas: ¿Ya son las diez? A lo que él, a punto de ebullición, contestó casi gritando, ¿Las diez, las diez?, ¡Y mucho más de las diez…! En éstas, alzó su brazo para mirar el reloj y añadió: son… las nueve y cuarto. Y fue entonces que lo vi desinflarse, como un globo, por un alfiler mordido.
© Trini Reina
11/06/2007
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