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31 de julio de 2025

Postal de verano

"El acordeonista" Pintura de: Muriel Marchand de Juliá http://elviajedemuriel.blogspot.com/

La plaza ardía de gente. Las terrazas no mostraban ni un velador desocupado; las tiendas, abiertas eternas horas, ofrecían sus mercancías; la heladería presentaba un lleno absoluto en ese medio día estival y enrojecido. El músico callejero tocaba, a pleno sol, su acordeón adormilado; de vez en cuando, disimulando, se acercaba a la risueña sombra de una buganvilla, para volver sobre sus pasos. La gente, yendo y viniendo, charlando, riendo y hasta vociferando para hacerse oír en medio de tanta algarabía. Apenas un niño prestaba atención a los acordes de esa melodía acuchillada. Sus ojos eran ascuas, y su pelo bermejo, al son del poniente y la música, se movía. Me pareció tan minúsculo y atento como esa rosa que brotaba, solitaria, en el parterre pétreo de la esquina.

Toda mi curiosidad se posó en aquella escena, dividida entre el ajetreo del gentío y la cápsula que la música tendió sobre el cielo del niño.

Tras interpretar varias piezas, el músico, quitándose su gorra desteñida, por la sal y el tiempo, pasó de velador en velador y alrededor del brocal de la fuente pidiendo alguna propina para su destreza. Sólo el niño, aún fascinado, en la contrapuerta de la heladería, renunciando a su helado, donó la moneda que portaba a la boina tan humilde y vacía.

©Trini Reina/2009

22 de julio de 2025

Tránsitos


Rodeada de un jardín que frecuentó mejores primaveras, la casa vacía gime, como Julieta rechazada.

Crepitan los guijarros de la entrada, desacostumbrados al peso de los pasos, y protestan los goznes en la puerta enmohecida. Un hálito viciado recibe a quién un día fue dueño de las llaves. Desde fuera, las ajadas ventanas, sin la caricia de los visillos, semejan cuencas ciegas. Se percibe el dolor de las paredes, gritos que nunca descifraremos, y la huella que dejaron los espejos expoliados, la mirada martiriza.

Agazapada en el raído sofá, dormita la soledad, cansada de su reinado sempiterno. Sobre la destartalada mesa, los papeles amarillentos nos cuentan una historia apulgarada.
En el dormitorio los sueños se desperezan sobre el esqueleto de la cama y al antiguo morador, al presagiarlo, le crujen de humedad los huesos.

El sol penetra a través de las lágrimas de los cristales y las sombras se persiguen, tropezando en los rincones... desquiciadas.
Las arañas hilan encajes en las destartaladas aspas de la lámpara y fundidas, las bombillas, emulan estrellas muertas.

En el aire, un leve aroma de consumidos tiempos, la estela de amores gozados y destruidos, un reverberar de niños apurando la infancia; el eco de voces y risas que emanan desde las entrañas del pasado.

Por los pasillos desfila la ausencia, tocada de pardo velo.

Él transita cada espacio memorable, sus dedos se demoran en los tabiques desconchados y los recuerdos se desfondan en cascadas. El polvo lo envuelve todo y en el corazón exiliado de quién con nostalgia lo contempla, la sangre, por un instante, se torna ceniza.

©Trini Reina
01/09/2008

22 de julio de 2019

Remembranzas


¿Qué hacía ella allí? En aquél patio de vecinos semivacío, acompañando a aquella anciana casi ciega, sin nada que decir y ansiando volver a su casa; con sus muñecas acaso, con sus cuadernos quizá, con su retraimiento seguramente. ¿Dónde estaban los novios que tenía que “guardar”? La habían dejado allí, a la sombra de la abuelita, y marchado a algún asunto, ahora olvidado tras la cortina de los años.

Sintió cómo la incertidumbre galopaba por sus arterias y el silencio erigió un panel en su garganta ¿O era obra de las lágrimas reprimidas? Permaneció allí, sentada en una sillita baja de enea, acompañando a la viejita, tan muda como ella, en medio del gran patio. Al menos, a sus diez años, lo percibía kilométrico.

La anciana abandonó su hamaca y entró a la casa. Trasteó a tientas por ella y encendió la televisión, luego marchó hasta la mínima cocinilla y allí se quedó. Desde el patio, aunque no se veía, sí escuchaba el Telediario de la noche. Hablaban de que el hombre había puesto, por primera vez, un pie en la luna…

La niña, entonces, elevó sus asoleados ojos al cielo nítido de julio y allí, serena, irradiaba Selene ¿Fue la primera vez que tuvo plena conciencia de ella? Nunca la había mirado con tanta profundidad y anhelo. Distinguía sus manchas, montañas, le parecían tan distante y minúscula. Por primera vez en esa tarde-noche, no se sintió fuera de lugar y perdió la sensación de desamparo, mientras buscaba al hombre que paseaba por la luna, con la esperanza de divisarlo, desde la oscura planicie del patio.

©Trini Reina/Julio de 2009

14 de septiembre de 2018

La merienda...


Sentada en el banco de la plazuela, la mujer, cabeza gacha, trastea el móvil. A su lado, un crío de cuatro años balancea las piernas en un sin parar, mientras mastica pan con chocolate. Un perrillo sin raza ni alzada se acerca a ellos buscando juego, pero ninguno de los dos lo presiente. Las piernas del niño se aceleran como dos aspas. Y su mandíbula no deja para luego la merienda, pero los ojos, hambrientos permanecen incrustados en la figura indiferente de su padre que, ciñendo la cintura de otra mujer, con indiferencia cruza la plaza.

© Trini Reina
diciembre 2012

 

18 de agosto de 2018

Agosto (De lo cotidiano)



Los jazmines, exhortados por el sol de la mañana, exhalan su fragancia, que se mezcla con el olor de la tierra sedienta que alguien acaba de regar.

Al trote marcha un perro de raza indefinida. Va sin resuello, la lengua fuera, jadeante. Al cruce surge una chica que acude a trabajar. En sus andares se adivina la escasa alegría que promete la obligada cita. A lo lejos dos señoras suben, a paso cansino, las escalinatas de la iglesia.
Los obreros se afanan por terminar las labores en la solana y así, a mediodía, conquistar la sombra.

Algunos árboles cercanos, barruntando el otoño, ya exhiben un amarillo temprano en sus ramas y, a los pies, muestran una alfombra incipiente de hojas muertas.

El pecho descubierto, aceitado, y más bronceado que San Lorenzo, un señor, recién traspasada la cuarentena, corre. En las manos porta dos pesas deportivas. No puede más, aminora la carrera, suda y boquea, intenta reanudarla, es imposible, a duras penas acepta su derrota y busca el camino más corto hacia su casa.

Las nueve de la mañana. Las campanas repican a misa matutina. En el parque contiguo los jardineros se esmeran con el césped y al aire, hoy de Poniente, lo hiere el penetrante aroma de la hierba segada.

Recién amanecido el día y ya se ciñe su tórrida vestidura de agosto.

 ©Trini Reina/ agosto 2008

18 de febrero de 2018

Toma mi mano...


La acera está sembrada de naranjos en flor. En la esquina opuesta, un árbol, del que desconozco su especie, destaca por su soledad. Es un árbol nuevo, de poca alzada, sus ramas refulgen, cuajadas de yemas y hojas de un color verde joven. Está amaneciendo y la luz de la farola aledaña se posa en su copa, dándole un toque esplendoroso, a pesar de su pequeñez. Solo…
Un caracol de oronda y bruna concha, escala lentamente una fachada encalada. En toda la nívea e inmensa pared, no hay otro. Lánguidamente, se arrastra dejando el viso de su rastro en cada milímetro avanzado, como una señal, por si acaso, algún hipotético hermano se decide a imitarlo. Solo…
Desde unos contenedores de basura, surge un gato que se cruza ante mí. Es un felino escuálido, al que su piel blanca, hace parecer más fantasmal aún. Al sentirse a salvo, ya en la acera, se sienta solemne a verme pasar. Solo…
Canta el gallo, hoy no sé si por casualidad, ningún rival del corral lo secunda, en ese instante me percato de que, en los quinientos metros, aproximadamente, que llevo recorrido, no me he cruzado con ningún ser humano. Ya próxima a mi lugar de llegada, allá en la lejanía, bajando por la calle peatonal, diviso a un ser caminando, que debido a la distancia, más parece una sombra… Solos…
Y al llegar a destino, pienso y me digo: soledad, hoy es tu día, toma mi mano…

© Trini Reina
29 de marzo de 2007

8 de junio de 2017

Vive...


Vive. No sé cuántos octubres se sientan en su espalda. Y no existe sistema que mida sus desventuras, pero deduzco que fueron tantas, que unidas vestirían de gris al arco iris.
La naturaleza la dotó de poco volumen, ajustada belleza y extensa voluntad. Voluntad que se fue apagando, llama a llama, a fuerza de reveses. En la penúltima reyerta, la mente se le distrajo y en el semblante le quedó la ausencia delineada; mas su mala estrella nunca entendió de banderas blancas ni hojitas de olivo, y en sus contornos continua desorbitada.
Vive
La vida no cesa de asaltarla, pero a ella tal animosidad ya se le escurre por las enaguas.

©Trini Reina/Octubre de 2009

Imagen de la Red

25 de febrero de 2011

Cascarrabias...

Imagen tomada de la red

El estrecho y largo pasillo estaba salpicado de camas. A esa hora solían bajar a los enfermos desde sus salas a la zona de radiología para realizarles las pruebas requeridas por los distintos especialistas. De ella sólo distinguía su cabeza, despeinada y salpicada de canas, desmayada en la almohada. Él la acompañaba de pie al lado derecho de la camilla. Reparé en ellos precisamente cuando él comenzó a elevar el tono de voz. Decía: El niño anoche reía a carcajadas por algo que veía en la televisión. Le tuve que decir que dejara de hacerlo, que si no le daba vergüenza, que su madre estaba ingresada en el hospital y él allí como si nada, partiéndose de la risa por cuatro pamplinas… Y, claro, se acostó tarde y ahora, que debería estar aquí, no hay quien lo levante. Mira, yo, desde las seis de la mañana en planta. He recogido la casa, me he duchado, vestido, desayunado… y aquí estoy, como debe de ser, y tu hijo allí, dormido tan campante. Y la otra…, ésa dice que no viene hasta que no deje al hijo en el colegio; le he dicho: deja que se vaya él solo, que ya es mayorcito, pero nada, ni caso. Y la mayor, ésa, ésa es la que más obligada está a estar aquí contigo, que para eso es la mayor, y mira, aún no ha aparecido…
Con cada palabra el hombre iba alzando, más si cabe, la voz y, a la vez, se le ensanchaban las venas del cuello, mientras paseaba, irritado, de norte a sur de la cama… La mujer, con una voz que parecía le brotara del rincón más hondo del alma, y es que para una madre no hay nada que la hastíe más que oír despotricar contra los hijos, sean más o menos culpables de todo o de nada, preguntó, como ya digo, más con un balbuceo que con palabras hechas: ¿Ya son las diez? A lo que él, a punto de ebullición, contestó casi gritando, ¿Las diez, las diez?, ¡Y mucho más de las diez…! En éstas, alzó su brazo para mirar el reloj y añadió: son… las nueve y cuarto. Y fue entonces que lo vi desinflarse, como un globo, por un alfiler mordido.

© Trini Reina
11/06/2007


 

21 de septiembre de 2009

Presencia de ausencia

Imagen de la red

La cerradura es un cascabel bronco que hace eco en las esquinas. Alguien penetra en esta tumba de ahora, que tanta vida tuvo antaño. Las huellas de un ser que se duele ante el atroz vacío que le recibe, dejan marcas en las losas empolvadas. Unas lágrimas sin venia caen, a manera de salina cellisca, sobre ellas.

¡Qué helor reina en el hogar! El aire viciado que lo ocupa tirita de insonoridad. Los muros perdieron perfiles y se resienten. Los aposentos exudan humedad, y las ventanas, al sol cegadas, gimen al compás de los cristales destronados. Un halo impaciente recorre la cocina. Allí se apolillan los utensilios que olvidaron la luz del agua. Los visillos imperceptiblemente se mueven, como si una mano sin materia los acariciase, en un inútil afán de que el calor del día vuelva a penetrar en la frialdad imponente.

Huye, asaetado por la soledad, el visitante, quebrado el respiro. Y cierra tras de sí las puertas de la casa malherida. Nunca fue tan consciente de que aquella que le dio la vida ahora sólo es ausencia.

©Trini Reina
Septiembre de 2009