Los jazmines, exhortados por el sol de la mañana, exhalan su
fragancia, que se mezcla con el olor de la tierra sedienta que alguien acaba de
regar.
Al trote marcha un perro de raza indefinida. Va sin
resuello, la lengua fuera, jadeante. Al cruce surge una chica que acude a
trabajar. En sus andares se adivina la escasa alegría que promete la obligada
cita. A lo lejos dos señoras suben, a paso cansino, las escalinatas de la
iglesia.
Los obreros se afanan por terminar las labores en la solana
y así, a mediodía, conquistar la sombra.
Algunos árboles cercanos, barruntando el otoño, ya exhiben
un amarillo temprano en sus ramas y, a los pies, muestran una alfombra
incipiente de hojas muertas.
El pecho descubierto, aceitado, y más bronceado que San
Lorenzo, un señor, recién traspasada la cuarentena, corre. En las manos porta
dos pesas deportivas. No puede más, aminora la carrera, suda y boquea, intenta
reanudarla, es imposible, a duras penas acepta su derrota y busca el camino más
corto hacia su casa.
Las nueve de la mañana. Las campanas repican a misa
matutina. En el parque contiguo los jardineros se esmeran con el césped y al
aire, hoy de Poniente, lo hiere el penetrante aroma de la hierba segada.
Recién amanecido el día y ya se ciñe su tórrida vestidura de
agosto.
©Trini Reina/ agosto 2008
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.