Un capote de nubes enluta la tarde, tan azulada minutos
antes. Aún no llueve, pero ya clamorean los truenos en la lejanía. Algunos
niños vocean en el soportal, disputándose la pelota, emulando a sus jugadores
favoritos. En casa duermen una siesta pasada de hora y el vecino de abajo
escandalosamente estornuda. El tráfico disciplina al asfalto, recién
restaurado, y el viento goza soliviantando ramas de árboles, autóctonos y
exóticos, del jardín frente a la ventana. Asomada a ella, observo a los
gorriones, que caminan a saltitos,
picoteando algunas migas de pan que les arroja la viuda de la buhardilla. El
espíritu se confabula con el entorno y un deja
vu me traslada a un escenario enmarañado a los caireles de la memoria.
Tarde de abril. Desde mi atalaya la calle es platea donde
desfilan, irrepetibles, los instantes de la vida.
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